viernes, 6 de julio de 2012

Necesito alejarme de aquí.

Me desperté. Como cada mañana, sin ganas de hacer ni decir nada. Asqueada del mundo y de la rutina.
Pero ese día me invadió una extraña sensación. Así que me vestí y salí por la puerta.
Hacía frío. Pero no me importó. Seguí caminando, viendo como la ciudad donde me había criado inspiraba un halo de soledad, de oscuridad. Los edificios, la gente,  en mi infancia recordados con colores, con optimismo, ahora se ven grises, sin vida. Por algunas calles  podía escuchar mi respiración, y si la cortabas, podía alcanzar a oír el inquietante sonido de mi sangre corriendo por mis venas.
No puedes vestir como quieres, no puedes salir a la calle y expresar tus sentimientos, tus pensamientos.
No hay sitio para el arte ni las emociones en esta compacta ciudad. Podrida.
Pero entre la oscuridad encontré algo reluciente. Una luz sin color, que inspiraba a su vez todos los colores imaginables. Junto a ella, observé una figura. No era hombre, ni mujer, ni humano. No era nada, y a la vez era algo. Sin ojos me miró. Sin boca me sonrió. Sin manos hizo un gesto de que me fuese con él.
Dudé, pero mirando hacia atrás y regalando a aquel lugar una última mirada de rechazo, corrí hacia aquella extraña figura, adentrándome por una callejuela a un lugar donde paulatinamente los colores avivaban, los pájaros cantaban, había jardines, flores y casas modestas, llenas de colores. Había gente paseando, con sus amigos, en las terrazas... Había color, había vida.






Esa figura era una parte de mí. Eran mis ganas de escapar de aquí. Era mi imaginación y mis ganas de vivir.
Era yo.


Y entonces comprendí que me tenía que escapar de este lugar que me ata.

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